M.Angeles Arazo (LAS PROVINCIAS)

Así como la gente se volcó en la compra del papel higiénico, cuando se anunció la permanencia en casa, la segunda oleada de adquisición ha sido la de harina. Nunca como ahora se ha despertado la afición por amasar panes en casa y presumir de hornear especialidades que se han puesto de moda, como el pan de pita y el de espelta. Los de mi generación recordamos el amarillo pan de maíz, el pan ‘negre’, y el pan con aceite y sal, la merienda que podía ganar sabor con pimentón y un ligero sabor a ajo, si se le pasaba por aquella triste rebanada.

Sobre el pan, recuerdo a Rafael Pérez Contel, profesor, escultor, pintor y admirado coleccionista de panes que conservaba como piezas de arte. A él le debo un valioso volumen de caprichoso formato titulado ‘Blat i pa en cent refranys valencians’, ilustrado además con grabados que reproducen panes y marcadores usados en los hornos.

Campechano, viajero y dado al diálogo con la gente de los pueblos, Pérez Contel era un relator de fiestas de la vida y la muerte con tradicionales panes como figuras de ángeles, soles, lunas, estrellas, reptiles, anfibios y coronas de florecillas, que tanto servían para homenajear al bendito Francisco de Asís como ensalzar a la joven más bella del lugar, elegida en la plaza mayor.

La colección de Pérez Contel abarcaba no solo panes de España, también de diversos países del área mediterránea, entre los que sobresalían, por la minuciosa labor de repujado, los de las islas griegas ofrendados al llegar la primavera y que se conservaban hasta la víspera de san Juan por creencias amorosas.

Mi interlocutor citó panes de la España ancestral con motivos eróticos. En ciertos banquetes de boda se consumían panes inspirados más ó menos en los órganos sexuales, y con acertado humor, aclaró: «Pero, bueno, ¿de qué se extraña?, nosotros, con mucha fantasía, saboreamos desde hace tiempo el ‘tronaor i la piuleta’».