PÉREZ CONTEL - ESCULTOR

Rafael Pérez Contel: "Para ejecutar divide el tiempo en diez. Ocho para observar. Dos para realizar".

Aventura artística

Francisco Agramunt Lacruz.  Académico de Bellas Artes. Doctor por la Universidad Complutense.

Si en el panorama de las artes plásticas valencianas nos fuera dado escoger un artista polifacético y erudito en cuya praxis artística destacase con idéntica impronta la coherencia de su pensamiento y el valor testimonial de sus juicios, objetivamente y sn ninguna duda señalaríamos el nombre de Rafael Pérez Contel, cuya trayectoria existencial queda enmarcada por una desbordante vitalidad y una curiosidad sin límites, características del intelectual humanista contemporáneo. Quizá ninguna de los artistas valencianos de este siglo haya estado hasta tal punto vinculado a la cultura de su pueblo y haya contribuido al proceso de recuperación de un período histórico marginado y olvidado, estimulando el espíritu de investigación como Rafael Pérez Contel.

Aunque su fecunda personalidad la encontramos visceralmente ligada a su actividad escultórica, no debemos olvidar que ha sido un inquietante buceador de la historia, un iniciado en desvelar misterios, un pedagogo de talla, un enamorado de la historia del arte en sus múltiples facetas, un animador cultural y, sobre todo, un palpitante y auténtico intelectual que abre caminos a través de una vastísima erudición y un sentimiento solidario con el compromiso humano. Este rasgo lo destaca del resto de sus colegas y compañeros de generación y explica el imperecedero interés que despierta su rica, variada y poderosa personalidad de intelectual comprometido con su época. Por el carácter de su personalidad abierta e inquieta – basada en los testimonios vivenciales y personales -, Pérez Contel ha sido un atento observador de los hombres y de las complejas relaciones humanas. Toda esta formación humana ha fraguado su sensibilidd y ha acreditado una peculiar manera de estar en la vida, que en último término se justifica por ella, no por las experiencias temporales y participadas en un tiempo impersonal y lineal, sino por el modo de comprender y asumir las oportunas, nuevas y fecundantes vivencias. Su mundo interior está hecho de tacto franciscano de las cosas más humildes, de visión penetrante mucho más allá de las apariencias superficiales, de misterio de y magia, de sed de conocimientos y de espiritualidad creadora. Para él vivir, crear, recordar, es la permanente aventura, lo que da continuidad a su vida y a su tiempo.

Pérez Contel, artista sobre todo, vitalista, rebosante hasta el último momento de laboriosidad, ha podido sacar de la larga trayectoria vital lo más apetecible y furctífero del conocimiento humano y de la vida. Esta es sin duda la gran lección de humanidad creadora de este peripato de la cultura, poeta de alma cándida y domeñador del tiempo.

Rafael Pérez Contel ofrece la imagen de un continuo esfuerzo para acendrar todas sus inquietudes y experiencias vividas. SU obra y su vida es al unísono un proceso de superación y concienciación. La claridad con que su conciencia ilumina su vida le induce a adoptar, como hábito natural, el no perder el sentido de la realidad, de la actualidad siempre renovada, de todo acontecimiento o circunstancia importante de su vida, es así como la anécdota se transforma en vía de conocimiento, para terminar en historia o testimonio biográfico. El tiempo vivido, tras pasar por el cedazo de la conciencia, se hace testimonio histórico de la obra consumada.

tiempo, de agradecer el paso del tiempo como quien se sumerge en un agua lustral, le permite aceptar su historicidad. Porque pertenece al tipo de hombres que, al mencionarlos, hacen que nuestro conocimiento se proyecte inmediatamente al pasado histórico y en nuestra imaginación aparece ese tiempo perdido en todo su esplendor, como si nosotros mismos existiéramos y viviéramos en aquella época. En hombres como él, que representan toda una época histórica, se sostiene nuestra ligazón intrínseca con la experiencia vital de las generaciones hace poco desaparecidas.

Estos nombres se elevan como ejemplos preclaros del intelecto y configuran la historia de los pueblos. Pérez Contel es el arquetipo intelectual y biográfico de estos hombres inmersos en la historia y que se yerguen con su poderosa personalidad cual jalones en el camino recorrido. Con ellos conmensuramos la marcha del tiempo y podemos conocer las inapreciables verdades históricas de sus testimonios. Para Rafael Pérez Contel la verdad histórica debe prevalecer ante todas las cosas. De ahí que en algunos de sus escritos o aseveraciones sea incisivo, duro en ocasiones, pero siempre objetivo, como corresponde a un testigo de la historia que no quiere desvirtuar el sentido de la verdad.

En sus escritos, ensayos, artículos y conferencias ha planteado numerosas cuestiones y problemas acuciantes que inquietaban a la cultura de su tiempo y que notaban la clarividencia de un intelectual que lo desborda todo. Al escribir no lo hace por el prurito de teorizar sobre cuestiones trascendentes, ni tampoco pretende dogmatizar ni sentar cátedra, ni siquiera es vanidoso por la letra impresa, sino como desahogo o emanación subjetiva y tremenda de las inquietudes que lleva dentro. Si alguien hubiera taquigrafiado todos los testimonios, anécdotas y relatos, los resultados de una incesante observación de la naturaleza, los hombres y el arte, sus sentencias de oro, sus juicios personales, precisos y sinceros, habría recogido varios volúmenes de un inapreciable valor histórico y documental. Rafael Pérez Contel, sobreviviente ejemplar de la generación de los años treinta, artista creador, testigo de su época, no sólo constituye un ejemplo vivo de intelectual humanista, sino una conciencia crítica desde la perspectiva que el tiempo histórico determina. En su trayectoria vital está siempre presente su personalidad ética, su ingenio penetrante y optimista a la vez, su vehemencia y su independencia, como corresponde a un intelectual que ha sabido decir no a las acechanzas de los totalitarismos, las intransigencias y las organizadas barbaries de los enemigos de la cultura.

Ni la incomprensión, ni la violencia de las criticas adversas, ni la prisión, ni el exilio interior, ni la envidia ante sus propios éxitos, han podido atenuar o envilecer su carácter indomable y firme ante la adversidad y el desánimo. El tiempo le ha traicionado todo menos la memoria y el espíritu creador, y como todo francotirador lucha desde la soledad, cuantificando su batalla de experiencias, de fracasos y de triunfos. Su postura significa estar solo y luchar contra el entorno hostil. Está claro que esta actitud de francotirador, su postura de intelectual independiente y de hombre libre perturba, molesta, a esos inspectores del urbanismo cultural, a los mandarines de la manipulación y a los censores de la sensibilidad, a esos representantes, en fin, de la caracteropatía institucional.

Porque Pérez Contel ha sido esencialmente representativo de una época difícil -franquismo- por la apasionada fiereza y honestidad con que se ha enfrentado al destino común y a las vicisitudes del hombre consciente y comprometido. A pesar de tanta cortapisa, de tantos sufrimientos, de las zancadillas de los envidiosos, de puyas e incomprensiones, de amistades traicionadas, de adversidades no enteramente compensadas por los éxitos particulares, de olvidos, nunca ha habido en él ni asomo de desilusión ni frustración personal. Hasta el final sigue animoso, combativo, esperanzado. En su ancianidad continúa siendo, tanto mental como físicamente, el mismo hombre emprendedor, vitalista e inquieto de los años mozos. Ello se debe, sin duda, a una extraordinaria coherencia y seguridad en sí mismo, a un conocimiento evidente de que lo que hace está bien hecho y de que al final el trabajo siempre da el fruto y la recompensa. Los aíos le han sumido en el escepticismo y está a la vuelta de muchas cosas que sólo .

interesan a los vanidosos, mezquinos y ególatras. Le importa muy poco el qué dirán, los reconocimientos oficiales y las prebendas de última hora. Nunca ha practicado el oportunismo político, ni el chaqueterismo ideológico, ni el coqueterismo tan frecuente entre los representantes de la intelectualidad local, tampoco se ha beneficiado de su condición de intelectual de izquierda que padeció prisión, marginación y un largo exilio interior. Su máxima griega Sé como eres le ha evitado caer en la pedantería y en la arrogancia intelectual. Sabe que el tiempo no se casa con nadie y que a la larga da la cal a quien se la merece. Nuestro hombre ni ha obtenido premios deslumbrantes, ni ha sido espuma de televisores, ni etiqueta de flores publicitarias.

Pero ahí están sus cientos de artículos de divulgación publicados en revistas y diarios; sus decenas de ensayos; sus libros y, sobre todo, su obra artística tan rica y variada en sugestiones. Dotado de una curiosidad inagotable ha cultivado las más diversas disciplinas intelectuales y géneros artísticos. También se ha dedicado intensamente a la pedagogía y a la enseñanza en institutos de Enseñanza media. Si queremos completar este rápido retrato de su personalidad amplia y compleja hay que destacar su activismo artístico en la vanguardia valenciana de los años treinta. Esta generación tiene en Pérez Contel la expresión más caracterizada, pues ya se sabe que los precedentes de este grupo estaban insertos en un período de renovación artística, que en Valencia se inició a partir de 1930.

El mérito de Rafael Pérez Contel es haber descubierto para la historia de la cultura valenciana la generación vanguardista de los años treinta que auspició la renovacidn plástica valenciana de primer tercio de este siglo. Muchos de los rasgos generacionales de este grupo de artistas e intelectuales fueron apuntados por él, aunque su dispersión y variedad Y, en cambio, la concentración de otros compañeros suyos, los hayan personificado más en estos. El descubrimiento oficial de Pérez Contel ha sido prácticamente reciente. No olvidemos que la mayor parte de su obra ha estado oculta, marginada y recluida en un ostracismo de medio siglo y él mismo se vio relegado a una larga estancia profesoral en un instituto provinciano que lo mantuvo alejado de toda órbita publicitaria por los rectores de la cultura institucional. Un retrato de Rafael Pérez Contel, puede ofrecer el oportuno paisaje de enfoques diversos y complementarios, dada la multiplicidad de facetas que hay en él. Como hombre polifacético entiende la actividad intelectual como una militancia multidisciplinar que no respeta campos ni especialidades específicas. Escritor, escultor, pintor, dibujante, pedagogo, es un ser de una vitalidad excepcional que, a lo largo de toda su vida, ha tratado de encontrar una auténtica fusión entre la cultura y la vida. Él mismo hizo sin querer su autorretrato al escribir en cierta ocasión sobre el artista: «El amor hacia todo es su tormento y el crear, su corona de espinas».

Verdad es que la creación artística ha sido para él una angustia vital, un sufrimiento repleto de goce y de satisfac’ción espiritual. La desgracia del acto creador constituye la maravilla del mundo, esa es su filosofía intensa, que agarrota emociones y ensueños. Pérez Contel siempre se ha conservado leal a sus principios éticos y estéticos. Su vida lleva el lastre del pasado. El «ahora» que informa su biografía lleva la carga y el condicionamiento de instantes pasados vividos. Rafael Pérez Contel pertenece al tipo de intelectual humanista contemporáneo cuyas obras despiertan tanto mayor interés cuanto más nos aproximamos a su trayectoria biográfica.

Aunque ninguna obra puede explicarse por la propia circunstancia biográfica del autor, ni el medio social en que éste ha vivido, es necesario identificar la ideología y su sector clasista, que todo ello, como sistema articulado del mundo, influye en el resultado de la creación. La subjetividad del autor real importa no como algo abstracto por independiente de la vida, sino como un proyecto histórico que responde a unos valores ideológicos concretos. Pérez Contel, autor y creador, se adelantó a tantas innovaciones contemporarizadoras sin claudicar ante las terribles presiones de su entorno social y a las constricciones ideológicas de su tiempo. Ha creído siempre que la grandeza de un creador radica en ser fiel a sí mismo y a la libertad. Quizá por ello, además de haber sido un luchador, ha sido también un francotirador, un hombre solo que ha hecho la guerra por su cuenta. Si algo llama

poderosamente la atención de este hombre jovial, bonachón, con apariencia de filósofo estoico y buen humorista, es la lógica que ha sabido impregnar a su vida, la adecuación perfecta entre crear y vivir. Es de esos hombres que se adelantaron a su tiempo y, en quienes se descubre, más tarde, que hay en sus decisiones, en sus actividades, un elemento tan profundamente pensado que permanece como una eterna lección para las generaciones futuras. De ahí la gran actualidad de este intelectual valenciano abstraído en el tiempo. ¿Quién es este hombre de aspecto volteriano, escéptico y desbordante de vitalidad? Para responder a estas preguntas convendrá repasar por etapas la trayectoria vital de Rafael Pérez Contel, pese a que lo biográfico está desechado en la metodología critica del arte. Los grandes criticos e historiadores suelen tratar hoy las obras por sí solas, y ello es una ascesis necesaria contra toda suerte de excesos.

Pero el arte lo desborda todo, incluyendo las operaciones más ascéticas y purificadoras, por bienintencionadas que sean. Rafael Pérez Contel en este aspecto es paradigmático, y sin su vida jamás llegamos a comprenderle en toda su magnitud. He aquí, pues, su biografía realizada en base a testimonios personales y experiencias vividas y plasmadas desde la perspectiva que el tiempo histórico determina. Rafael Pérez Contel nació el 24 de octubre de 1909, en Villar del Arzobispo, municipio de la comarca de los Serranos, en la cuenca izquierda del rlo Turia, cuyos habitantes hablaban el castellano con inclusión de gran número de valencianismos. Fue el segundo hijo de una familia humilde cuyo padre trabajaba como piquero de mina. Los primeros años transcurrieron felices para aquel niño avispado e inquieto que continuamente preguntaba el qué, por qué y para qué de las cosas que iba descubriendo.

Sólo su madre, una mujer dotada de una gran inteligencia natural y sentido común, acostumbrada a la soledad, contestaba a las preguntas que le formulaba y quien pacientemente le enseñó a leer y a reconocer los números. Pérez Contel poseía una memoria prodigiosa, tanto para las formas como para los hechos, y ello se puso de manifiesto cuando con tan sólo tres años de edad, siendo alumno de las franciscanas, mostró deseos de que le sacaran de entre los párvulos y lo llevaran a la única escuela pública que existía en el pueblo. Su primer maestro fue un seglar, don Demetrio Gil de Boix, hombre cordialisimo y amigo de toda la gente del pueblo, quien no tardó en darse cuenta de que aquel crío de la ropa raída y las alpargatas blancas no era, a pesar de la baja extracción familiar, un alumno más, sino un niño despierto, inteligente y dotado de un talento natural. Las circunstancias que rodearon aquel primer encuentro han sido relatadas por el propio Pérez Contel, quien recuerda: «En los ratos de asueto, sobre todo los días festivos, formaba tertulia para jugarse el café al juego del dominó con amigos entre los que figuraba mi padre».

Constantemente insistía yo a mi padre para que don Demetrio me admitiera en su escuela. Un día me presenté en el café del Sol; situado en la plaza de la Fuente, donde se encontraban ambos y dirigiéndome a mi padre le dije: ‘Pídele a don Demetrio que yo vaya a la escuela’. El maestro que advirtió mi súplica agregó en tono paternalista: ‘Tienes que saber que a la escuela pública no se puede asistir hasta que no se cumplen los siete años. Cuando ya sepas leer, conocer la escritura y los números’. Entre atemorizado y sorprendido por los argumentos del maestro le indiqué que sabría leer y escribir e incluso conocía los números. Para demostrarle que mis aseveraciones eran ciertas cogí

un lapicero y escribí mi nombre. Un tanto sorprendido, don Demetrio sacó del bonillo el Diario Mercantil y con expresión rotunda me dijo que leyera una columna. Cuando llevaba leídas varias palabras me cortó bruscamente y me habló en tono conciliador: ‘Anda, puedes venir a la escuela cuando quieras'».

Sus progresos fueron tan prematuros que, sin haber cumplido la edad reglamentaria, se matriculó en la escuela pública. En la escuela pública tuvo la oportunidad de adquirir nuevos conocimientos y asombrar a sus condiscípulos y a su propio maestro con prodigiosa memoria y su capacidad de reflexión y análisis. Con tal retentiva podría llegar a donde quisiese. En los ratos libres recorría el pueblo como si se tratara de un explorador empeñado en descubrir un mundo desconocido. Era en esos momentos cuando dejaba volar su rica imaginación creando una sobrerrealidad que lo alejaba del entorno cotidiano. Todo ello no le impedía ser un niño revoltoso y terrible, que organizaba sus diabluras por el pueblo.

No tardó mucho en superar este estadio de niño travieso, y a los diez años tenía una preparación intelectual y una vocación artística acendradamente impuesta por sí mismo. Su carácter autónomo se afianzó y su inteligencia se desarrolló precozmente creando un mundo propio. En este sentido el que más influyó en el cambio de su personalidad fue su abuelo materno, Marcos Contel Aparicio, el herrero del pueblo. El «Tío Marcos» era todo un carácter y hombre de ideas liberales que guardaba en el trastero de su vivienda los «cuadros y esculturas» de su nieto. Antes de morir sus últimas palabras fueron: «No estropeéis las obras del chico». Fue un hombre excéntrico de dichos pintorescos y de rápidos arranques. «En Villar -recuerda Pérez Contel- es muy corriente oír refranes que se le atribuyen a él y que con los años se han hecho populares. ‘Como decia el tío Marcos…’ Era inteligente, justo y bondadoso, sólo que no iba a misa. El cura le recriminaba: ‘Si vinieras a la iglesia serías un Santo’. Pero tanto mi abuelo como el cura sabían que la conducta era lo importante». Pérez Contel encontró más comprensión en su abuelo materno que en su propio padre, hombre de temperamento inestable, bastante crápula que de igual manera ganaba el dinero como lo derrochaba, lo que provocó innumerables conflictos familiares

Desde el principio tuvo que enfrentarse Rafael Pérez Contel con el clima de tensión familiar que se vivía en su hogar y cuya principal víctima era su madre, mujer de extraordinaria sensibilidad que trabajó siempre para sacar a los hijos adelante. ¿Quién creería que en ese ambiente hogareño adverso se le despertara su vocación artística? Precisamente la tragedia familiar en la que se encontraba inmerso alentó su poderosa imaginación a la fantasía y al ensueño, refugiándose en la creación artística como única forma de huir de la realidad cotidiana. Sólo él, el hijo del minero, poseía esa capacidad de remontar la adversidad a través de la creación artística, y conforme crecía la fue acrecentando hasta provocar la admiración de todos sus paisanos.

Asistía a las clases de la escuela pública, pero sobre todo modelaba figurillas en barro y copiaba con fruición las ilustraciones de la Esfera, revista a la que estaba suscrito. Era una esponja que observaba los detalles de las cosas y los objetos y los plasmaba en formas y colores pasados por el tamiz de su interpretación. Muy pronto adquirió un grado de madurez artística que fue reconocida por todos los compañeros de escuela, parientes y vecinos. «La gente se quedaba embobada -recordaba Pérez Contel- viendo lo que ellos calificaban de maravillas, ante lo que no era más que un esforzado deseo de dar forma a una idea.» Fue un vendedor de máquinas de coser, amigo del pintor Isidoro Garnelo, uno de los primeros en descubrir el talento artístico que poseía el chico. Y ello quedó puesto de manifiesto cuando al hablar con sus padres les aconsejó que le enviaran a estudiar Bellas Artes en la Academia de San Carlos de Valencia.

La sugerencia, no obstante, no se pondría en práctica sino algunos años más tarde, ya que sus progenitores querían que estudiase bachillerato y posteriormente la carrera de veterinario, siguiendo la tradición familiar. En 1919 inició los estudios de bachillerato tras haber aprobado ese mismo año el examen de ingreso en el Instituto General y Técnico de Valencia. La específica situación familiar en que vivía, y el hecho que el padre cambiase

constantemente de lugar de trabajo, fue la causa que el joven Pérez Contel estudiase el bachillerato por libre. Aquello le obligó a asistir a clases particulares y a un mayor esfuerzo intelectual para seguir los estudios. Además de aprobar las asignaturas, continuó dibujando, pintando y modelando esculturas en barro.

«Durante esos años -señalaba- nunca interrumpí la práctica del modelado y el dibujo. Utilizaba como modelo a mi abuelo materno, aquel ser tan querido por mí, y a un viejo ermitaño de la iglesia de San Vicente…» En aquellas obras primerizas, Pérez Contel demostraba que podía copiar con exactitud los modelos originales y que lo hacla con rigor.

En 1922 serias dificultades económicas obligaron a la familia a cambiar de residencia y trasladarse a la localidad de Chelva, donde el padre de Rafael Pérez Contel fue contratado para dirigir la explotación de la mina «Los Arenales». La familia encontró alojamiento en un viejo caserón de tres pisos, en cuya «cambra» el joven Pérez Contel instaló su estudio. Por primera vez contó con una habitación independiente para estudiar o trabajar sin ser molestado. Entretanto, los estudios los continuó yendo a las clases particulares que se impartían en una escuela pública instalada en una ermita, en los arrabales del pueblo. «La escuela -apuntaba Pérez Contel- estaba regentada por un maestro patizambo, el cual tenía más torcida el alma que los pies. Dedicaba todo su interés a los hijos de las familias pudientes y de los caciques, postergando a los que pertenecíamos a familias de humilde condición. Recuerdo con rabia el odio que generaba en mí la inhumana conducta de tal ‘maestro’.»

Al agotarse los filones de arena caolinífera se cerró la mina por lo que la familia de Rafael Pérez Contel se trasladó a Valencia, con la creencia que en la capital habría más posibilidades de encontrar trabajo y solucionar el gravísimo problema económico. Esta decisión puso fin a la serena vida de costumbres bien arraigadas de la que había disfrutado en su infancia pueblerina y cortó de raíz todos los contactos que mantenía con el mundo provinciano. El ambiente urbano de la ciudad del Turia permitió al joven y prometedor Rafael Pérez Contel desarrollar sus inquietudes artísticas de las que había hecho gala en sus años infantiles.

La familia de Pérez Contel se estableció en el primer piso de una vivienda situada en la entrada de la calle Marchalenes, muy cerca del puente de San José, junto al cauce del río Turia. El piso, propiedad de un antiguo jugador de pelota valenciana, «El Rata» de Marchalenes, era nuevo, acogedor y moderno, aunque dominado por los ruidos de los demás inquilinos. Los vecinos, entre los que se encontraban gentes modestas, comerciantes, artesanos, constituían una grey heterogénea y compartían la misma mezcolanza social. En ese ambiente se produjo el despertar sexual del joven artista, para quienes las mujeres habian constituido hasta entonces un tema «tabú».

A la sazón, contaba doce años, pero su aspecto físico, desparpajo y trato encantador, aparentaba mucho más. «Allí descubrí -confesaba- la atracción que de manera incipiente había pretendido antes hacia la mujer, con unos enamoramientos más oscuros que la visión de un ciego.» Rafael Pérez Contel, por otra parte, causaba una extraordinaria impresión a las mujeres por sus ojos grandes y azules, penetrantes, de mirada picara y vivaracha, así como por la inmensa vitalidad que se desprendía de su persona. Su porte esbelto y atildado, la cara aniñada y sus encendidas pupilas le daban un aspecto de perversa vivacidad, lo que sin duda provocaba la atracción femenina hacia su persona.

A pesar de las dificultades económicas por las que atravesaba su familia, Pérez Contel prosiguió sus estudios de bachillerato en el Colegio Academia Boix, en la calle Maestro Clavé, aprovechando que su fundador, Esteban Esteban, era un pariente lejano del pueblo. El resultado fue que pudo continuar sus estudios a cambio de realizar tareas domésticas en el internado. Continuaba, pues, para él su desventurada infancia, y, penosamente, en medio del desamparo y del cansancio físico, tenía que estudiar por la noche y aprobar las asignaturas. Aquel curso resultó bastante frustrante para Pérez Contel que lo superó por los pelos y que sacó una mediocre y desigual instrucción en las asignaturas que entonces comprendían esos estudios.

En la academia encontró profesores mediocres, más o menos afectuosos, o simpáticos, pero incapaces de orientar su secreta vocación artística que llevaba dentro y que pugnaba por salir al exterior, a excepción del profesor Puig Espert, quien estimuló sus dotes calificando de manera óptima sus trabajos. Quien verdaderamente influyó en el joven estudiante no fue, paradójicamente, un profesor, sino el, para él, inolvidable Cortés, un viejo sindicalista amigo de ángel Pestaña, propietario del Kiosko Romea, en la calle Mesón de Teruel. El librero se interesó por Pérez Contel, convirtiéndose en un buen amigo y confidente no obstante la diferencia de edad y puso en sus manos los primeros libros fundamentales que habían de labrar la base de su formación intelectual. El sindicalista Cortés le fiaba y le facilitaba créditos para adquirir los libros que necesitaba.

Así, el joven Pérez Contel empezó a reunir una copiosa y selecta biblioteca compuesta principalmente por textos clásicos griegos y castellanos, editados por Prometeo. A la vez, Cortés le abrió los ojos en cuestiones doctrinarias, políticas y sociales que hasta entonces habían pasado inadvertidas para él.

Los ratos libres que le dejaba su trabajo en la Academia Boix los dedicaba a la lectura y a cultivar su instintiva y poderosa afición artística. Sus cuadernos escolares se encontraban repletos de dibujos, principalmente caricaturas de sus profesores y condiscípulos del bachillerato. También modelaba pequeñas esculturas en barro que asombraban no sólo en méritos de su perfección técnica, sino en la capacidad de imitar la realidad de las cosas y los seres.

Había en el joven Pérez Contel un fácil virtuosismo que lo destacaba y singularizaba del resto de los demás. Un antiguo vendedor de máquinas de coser, le facilitó el primer contacto y una entrevista con Isidoro Garnelo, profesor de colorido y pintura del natural de la Academia de Bellas Artes de San Carlos. El pintor animó al joven Pérez Contel a continuar su vocación artística, si bien le aconsejó que terminase el bachillerato, ya que hasta los catorce años no podía matricularse en la Escuela. La profesión artística elegido por Pérez Contel, difícilmente pudo causar la misma satisfacción en sus padres que esperaban que el hijo estudiara la carrera de veterinario, siguiendo la tradición familiar. Con la fe inquebrantable de quien sabe que había encontrado su verdadero camino, Rafael Pérez Contel decidió interrumpir los estudios de bachillerato y dedicarse por entero al arte.

Las graves dificultades económicas que atravesaba su familia, le indujeron a buscar un empleo. Gracias a un golpe de azar, encontró trabajo como aprendiz en el taller de imaginería del escultor Vicente Gerique que, a la sazón, gozaba de gran prestigio en los círculos artísticos y artesanos valencianos. En el estudio de Gerique tuvo que hacer de todo hasta que el maestro advirtió su destreza y le encomendó pequeños trabajos de modelado y talla en madera. La elección de este trabajo provocó cierto malestar en la familia, principalmente por parte de su padre, quien se mostró violento. Así, un día que Pérez Contel estaba realizando el busto de un vecino apareció de imprevisto su padre, quien en un acceso de ira tomó con las manos la escultura de barro y la lanzó sobre la cabeza de su hijo, el cual cayó al suelo sin sentido. Su progenitor le recriminó haber abandonado el bachillerato y le censuró sus »aficiones artísticas». El joven Pérez Contel no se desmoralizó. Reanudó sus tareas artísticas con más ahínco y continuó aprendiendo y trabajando en el taller de Vicente Gerique. El maestro imaginero tenia tan grandes esperanzas puestas en él que le estimuló a matricularse en la Academia de San Carlos, corriendo él con los gastos. «Mi reacción por la actitud de mi padre -apunta Pérez Contel- fue de bigote y barba. Al matricularme en la
escuela concurrió a los exámenes para la beca de Alfonso XIII. Iba muy bien preparado porque había recibido lecciones de mi maestro Gerique y de su amigo, el pintor y grabador Ricardo Verde. Puse también mucho entusiasmo. En fin, me concedieron la beca, lo que me obligaba a sacar matrícula en todos los cursos de la carrera.» La seguridad económica le permitió despedirse del taller de imaginería donde había estado trabajando un año y se entregó de lleno al estudio en la Escuela de San Carlos. Su vida entró en un periodo muy propicio para desarrollar su vocación artística. Las relaciones con su padre empezaron a marchar mejor. «Cuando la noticia de la beca se publicó en la prensa -recuerda Pérez Contel-, mi padre, arrepentido del trastazo que me había dado, a modo de disculpas murmuró: ‘El señor de las máquinas tenía razón’.»

En octubre de 1926, a comienzos del curso académico, Rafael Pérez Contel, ingresó en la Escuela de San Carlos de Valencia para cursar los estudios de Bellas Artes. La escuela se encontraba ubicada en un viejo convento situado en la calle del Museo, en pleno corazón del barrio del Carmen. Desde hacía casi más de un siglo la vida académica en este centro se caracterizaba por la regla y el orden mantenido con una meticulosidad que resultaba casi excesiva. El programa de estudios que allí se impartía era muy similar al de la Escuela de San Fernando de Madrid. De hecho no habla un programa establecido, sino un cultivo ordenado, codificado, impuesto por las reglas del buen gusto artístico.

¿Cómo se desarrollaban las clases en la Academia? Al llegar Pérez Contel a la Escuela se encontró con que las enseñanzas se encontraban dominadas por el academicismo oficial de raíz decimonónica. Diariamente, el alumno dedicaba horas a realizar en papel blanco trabajosas copias de carboncillo de estatuas de yeso. «Ocurría -recuerda Pérez Contel- que era tan riguroso el sentido académico, que el alumno que pasaba al Natural continuaba haciendo unos dibujos que reproducían fielmente el modelo.» Se podía tener la certeza de que esta abrumadora rutina paralizaba la imaginación y el talento de cualquier alumno que no fuera un rebelde.

La adocenada situación en el terreno de la enseñanza artística impartida en la Academia de San Carlos, atribuible a causas muy especiales, no podía seguir perdurando más tiempo sin perjuicio de la verdadera docencia. Las huellas y manifestaciones de la vieja Academia de San Carlos se encontraban en muchos lugares y durante más de un siglo había sido un centro modelo de formación y preparación de artistas, dentro de un sentido académico. A pesar de la gran reputación de la Academia, sus métodos docentes en el primer tercio del siglo, aún continuaban anclados en épocas pasadas.

El arte y la enseñanza que se impartía había llegado progresivamente a un enfrentamiento con la orientación de la cultura universal en aquel momento histórico. Los planes de estudio eran elaborados por viejos académicos -Isidoro Garnelo, Ricardo Verde, José Renau Montoro, Antonio Ballester Aparicio, Eugenio Carbonell, Genaro Palau, José Benlliure, etc.-, que sólo pensaban en halagar los gustos estéticos de una burguesía local atascada en el conformismo artístico más pegajoso. «Los profesores de la Escuela -apuntaba Pérez Contel- eran buenos y malos.

Estos últimos abundaban y tenían como distinción decir a sus clientes que eran profesores de la Escuela, porque ello les proporcionaba prestigio profesional y pingües ganancias en las ventas de sus obras. Naturalmente estos queridos profesores de la Escuela fueron los primeros blancos de la repulsa de sus alumnos. Entre las críticas que se les hacía figuraba la falta de la debida

atención al alumno, poca atención a la cátedra, búsqueda de actividades extradocentes y una atroz indiferencia a todo intento renovador.»

La ciudad del Turia arrastraba un ambiente artístico anquilosado y provinciano, centrado todo él en torno a las enseñanzas de la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en las cuales algunos habían visto el mayor obstáculo para el desarrollo de un arte renovador. Este panorama desolador es el que se encontró Rafael Pérez Contel al llegar a las aulas de San Carlos, por lo que no es difícil suponer que el joven artista tomase parte activa en la lucha reivindicativa estudiantil que entonces comenzaba.

Su primera reacción fue inscribirse a la recientemente legalizada Federación Universitaria Escolar (FUE), cuyo programa se basaba en el respeto a la persona humana, amor a la libertad y el cultivo de la mente y el cuerpo. En el seno de la FUE se gestaron los primeros enfrentamientos con las autoridades académicas, cuando pretendían imponer con su proverbial autoritarismo disposiciones que menoscababan las mínimas condiciones de respeto debido a la nersonalidad estudiantil.

En las aulas de San Carlos, entabló amistad con Fernando Rodríguez Beut, Balbino Giner, José Sebastiá, Enrique Villar, José Maria Hervás, pero sobre todo pudo contar con la entrañable amistad de Jaime d’Scals, joven arrogante y fornido, que había conocido tras una pelea en el claustro de la escuela y que se convirtió en su mejor camarada.

Al poco tiempo de ingresar en la Escuela de San Carlos, conoció al escultor y profesor de este centro, Antonio Ballester Aparicio, quien le presentó a los miembros de su familia, entre los que se encontraban sus hijos Manuela y Tonico, quienes habían terminado hacía poco los estudios de Bellas Artes. Durante sus visitas al taller de Antonio Ballester Aparicio, en la calle del Salvador, fue entablando amistad con un grupo de artistas jóvenes, entre los que se encontraban José Renau, Francisco Badia y Francisco Carreño, y que inmediatamente atrajeron el interés de Pérez Contel por sus afanes renovadores y sus inquietudes claramente contestatarias. Este grupo de amigos se habia propuesto la renovación y puesta al día del arte valenciano y, lo que era más importante, las manifestaciones de unas nuevas intencionalidades sociales y culturales. Pérez Contel, como el resto de sus compañeros del grupo, sintió la necesidad de rebelarse contra el orden, tanto el estético como el de las ideas, compartiendo con ellos una gran preocupación por la vanguardia europea.

Sus relaciones con los componentes del grupo se afianzaron y comenzó a frecuentar con asiduidad sus reuniones en el estudio del pintor Francisco Carreño en la calle Salvador Giner, cerca de la Escuela de Bellas Artes de San Carlos. En aquel ambiente se daban cita artistas como José Renau, Francisco Badía, Manuela Ballester, Francisco Carreño, José Sabina; y, en época de vacaciones escolares, los estudiantes de arquitectura Enrique Segarra, Rosso y Rivand. «Se dialogaba -señala Pérez Contel- de todo lo divino y humano, de estética y de ética, de arte y de politica.

En ocasiones acudían poetas y escritores contertulios de los cafés Lion d’Or, As de Oros y El Siglo. Como contumaces peripatéticos mediterráneos cada uno de los asistentes aportaba, a veces, su deses~rimien~o siempre motivado por el afán de enriquccer nuestro bagaje cultural. En aquellos tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera en una Valencia anodina, amodorrada y de asfixiante mediocridad, el estudio de Francisco Carreño fue saludable y reconfortante oasis y la esperanza de alcanzar amplios horizontes.» Durante algún tiempo el estudio de Carreño se convirtió en uno de los lugares predilectos del grupo de artistas e intelectuales del que formaba parte Rafael Pérez Contel. Se reunían a cualquier hora del día para intercambiar impresiones o debatir cuestiones sobre estética. «Puedo afirmar -apunta Pérez Contel- que se estudiaron seriamente todas las cuestiones planteadas, especialmente cuanto a las artes plásticas se refiere; análisis del post-impresionismo, fierismo, cubismo, futurismo, creacionismo, surrealismo. Pero no todo se quedaba en palabras, sino que se realizaban obras inspiradas en las más avanzadas manifestaciones de arte europeo, que conocíamos por reproducciones gráficas.» La convivencia con aquel grupo de artistas renovadores le permitió ampliar sus conocimientos sobre el arte de vanguardia que
se hacia en Europa. Pérez Contel frecuentaba entonces la Librería Internacional de la calle Joaquín Sorolla, donde adquiría las últimas novedades editoriales que se publicaban en el extranjero, particularmente los libros de la colección Junge Kunst (Arte Joren) y las revistas Valori Plastici, Nourelle Rerue Française y The Studio. «Gracias a estas publicaciones -recuerda Pérez Contel- pudimos seguir los movimientos artísticos de la pintura, la escultura, el cartelismo, el grabado y la ilustración, comunicando con el hecho colectivo universal de aquel momento.»

La mayoría de los estudiantes de la Escuela de San Carlos, sin embargo, vivían un ambiente de atonía cultural, sin más horizonte que las enseñanzas que les ofrecían sus profesores. Eran los responsables de la represión cultural viejos catedráticos que habían adquirido algún dominio en sus disciplinas respectivas, pero no dejaban de estar anclados en lo más vetusto de la historia del pensamiento, la filosofía, la literatura, la ciencia y el arte. Era verdaderamente insólito que al cuestionar la historia no se citara a Carlos Marx y resultaba extraño que la Historia del Arte alcanzara a mencionar, siquiera, el nombre de Picasso que, de hecho, ya era una figura consagrada. Cabía la más legitima duda de que la sabiduría de aquellos profesores sobrepasara la frontera del cubismo.

Fueron principalmente estos alumnos de San Carlos, los primeros en rebelarse por esta situación de penuria intelectual y los que coadyuvaron a cambiar las viejas estructuras docentes de la Academia, tendencia que encontró un favorable eco en la prensa y en los círculos políticos de la izquierda. Al tiempo, los pasillos de San Carlos empezaron a convertirse en foco de charlas, de discusiones artísticas, de intercambios de libros, que cada vez alcanzaban mayor número de estudiantes, hasta crear un clima altamente intelectual.

¿Tan fuertemente estaba arraigado el viejo concepto conservadurista y academicista de los profesores de San Carlos para merecer la repulsa de sus alumnos? Este hecho es tanto más chocante cuanto la Academia de Bellas Artes, basada, como hemos dicho, en los postulados estéticos implantados por el academicismo decimonónico, fue capaz de soportar todas las vicisitudes. En 1932 quedaron modificados los Planes de Estudios de la Escuela de San Carlos, equiparados a las Escuelas de Madrid y Barcelona. «La homologación oficial -señala Pérez Contel- fue auspiciada por el grupo de políticos valencianos que encabezaba el diputado socialista Isidro Escandell. Gracias a sus gestiones en Madrid, el Ministerio de Instrucción y Bellas Artes, autorizó la homologación de las enseñanzas de la vieja escuela con las de San Fernando y San Jorge. Al reglamentarse los estudios, las vacantes y nombramientos del profesorado se cubrían a través de oposiciones y concursos de méritos, lo que supuso una elevación del nivel docente.»

La intervención de la Federación Universitaria Escolar (FUE) se dejó sentir de una manera evidente en la elección de los pintores José Renau Berenguer y Francisco Carreño Prieto, como profesores interinos de Arte Decorativo y Pedagogía del Dibujo, respectivamente.

Señaladas las circunstancias en las que se desenvolvía la vida docente en la Escuela de San Carlos a nadie se le escapa el excelente campo abonado que constituía este ambiente para la revuelta estudiantil. Convencidos que de la exaltación de la renovación debía nacer una nueva forma artística, los estudiantes repitieron la célebre consigna de Rimbaud a favor de un cambio total de la sensibilidad y el gusto. A1 mismo tiempo, su desafío apuntaba tímidamente a todos los valores sociales existentes y su deseo de transformar la vida desde las raíces se confundió con una nostalgia revolucionaria.

La política nunca había prosperado de manera permanente dentro de los moros del viejo convento del Carmen, lo cual no quiere decir que los estudiantes no tomasen parte activa de los movimientos reivindicativos ciudadanos, pero esta acción se desarrollaba, en la mayoría de los casos, fuera de las aulas y en cierto modo sin tener en cuenta su condición de escolares.

Esta fue la tónica general, aunque naturalmente se pueden señalar algunas excepciones, como la repulsa que protagonizaron los alumnos de San Carlos, cuando una orden del Gobernador Civil, emanada del Gobierno central, les obligaba a llevar gorros similares a los que usaban los soldados del Tercio. Al principio la orden gubernamental fue motivo de bromas entre los mismos estudiantes, y de enfrentamientos, más tarde, entre éstos y la fuerza pública. Los

enfrentamientos callejeros revistieron tal gravedad, que la autoridad prohibió el uso de tan conflictiva prenda. El activismo estudiantil en San Carlos volvió a revelarse de forma manifiesta el 14 de abril de 1931, fecha de la proclamación de la República. Los alumnos, orientados ya por la FUE, realizaron su primera protesta pública fuera del recinto escolar y en plena calle se dedicaron a repintar de morado una de las franjas rojas de la bandera monárquica, ¡como si de una acción altamente revolucionaria se tratara…!

El cierre académico de la Escuela de San Carlos en 1933 fue motivado por el espíritu solidario de los estudiantes de Bellas Artes con los de la Escuela de Comercio, a quienes una disposición ministerial menoscababa futuras actividades profesionales. Ante la negativa del Director a cerrar la Escuela, si no había una causa que lo justificase, los estudiantes irrumpieron en las aulas y rompieron varios vaciados de yeso, sin ningún valor artístico, copias de obras de escultura clásica. La ocasión fue aprovechada por la prensa conservadora que acusó a los estudiantes de agitadores revolucionarios y destructores de valiosas obras del arte universal…

Las medidas disciplinarias fueron contundentes y los cabecillas de los disturbios, entre los que se encontraba Rafael Pérez Contel, fueron expedientados a perpetuidad. «Al declararse en huelga los estudiantes de Comercio -recuerda Pérez Contel-, nosotros decidimos que sus reivindicaciones eran justas y que debíamos solidarizarnos con ellos, declarándonos en huelga. Una representación de alumnos hablamos con el Director de la Escuela, don Antonio Blanco, y le expusimos que considerábamos justas las reivindicaciones de nuestros compañeros de Comercio, y le comunicamos nuestro deseo de convocar una huelga. El director nos respondió que comprendía nuestra actitud, pero que de ninguna manera se podía convocar una huelga sin un motivo que lo justificase. Entonces nosotros creímos que había que hacer un motivo. Y este motivo fue la ruptura de las estatuas de yeso que se empleaban como modelos en la clase de Dibujo. Naturalmente sabíamos que esas estatuas eran simples vaciados de yeso, carentes de valor material y artístico. Como consecuencia de estos incidentes, se publicó un Decreto firmado por el Ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, en el que se nos invalidaban los estudios. No obstante, al cabo de tres meses salió otro Decreto en el que se nos amnistiaba».

Rafael Pérez Contel terminó la carrera de Bellas Artes bajo el signo de la conflictividad estudiantil y ante el fragor de fuertes tensiones políticas y sociales que agitaban entonces el país y que eran un anuncio de los cambios institucionales que iban a producirse. Era un clima propicio y un terreno abonado para que el inquieto artista participase de lleno en la contienda ideológica que entonces se vislumbraba y que se caracterizaba por un fuerte compromiso con la izquierda.

Al abandonar en 1930 la Escuela de San Carlos, Rafael Pérez Contel se dedicó, acuciado por la necesidad y para ayudar a la economía familiar, a impartir clases particulares de Dibujo y a la realización de modelos de cerámica. El trabajo lo hacía compatible con una extraordinaria actividad artística y expositiva, que comenzó en su época de estudiante participando en diversas muestras colectivas y que continuó en los años siguientes, por lo que su obra y su nombre eran ampliamente conocidos en el ambiente artístico de la ciudad. Multiplicó su activismo intelectual y literario y de su pluma salieron encendidos artículos de opinión, proclamas y manifiestos que se publicaban en revistillas ciclostiladas. Empezó a

interesarse mucho por la pedagogía artística, en el sentido teórico y en el práctico Intensificó las excursiones por diversos lugares y ciudades españolas y prolongó sus estancias anuales en Madrid, donde frecuentaba desde sus años mozos los muscos y los talleres de los más importantes artistas del momento. Así estableció amistad con los maestros Mariano Benlliure, Manuel Benedito, Benjamín Palencia y Alberto Sánchez, quien posteriormente se convirtió en un fraternal amigo. De esta manera fue formando Pérez Contel ese talante y esa curiosidad intelectual que le llevará a interesarse por todo.

Al reconocerse oficialmente las enseñanzas de la Escuela de San Carlos, Rafael Pérez Contel reanudó su asistencia a las clases para conseguir el titulo de Profesor de Dibujo, sin el cual no se podía presentar a las oposiciones y a los concursos de méritos convocados por el Estado. Pérez Contel se presentó a las oposiciones de escultura convocadas por la Diputación Provincial de Valencia en 1933. El Tribunal que se constituyó en esa ocasión estaba integrado por Santiago Aragó Cortina, como presidente, y José Lleranch, su suplente; y los vocales, Francisco Paredes e Isidoro Garnelo, por la Academia, con sus suplentes, Manuel Siguenza y Julio Peris Brell, y por la Escuela de San Carlos, Vicente Beltrán Grimal y Rafael Rubio Rosell, con sus suplentes Eugenio Carbonell y José Renau Berenguer.

Los aspirantes fueron en esta ocasión Ernesto Marco Ferrer, José Hidalgo Egido, Ramón Cortés Roig, Emilio Manzón Ramos, Enrique Villar, Francisco Senent, José María Hervás y Rafael Pérez Contel. La primera prueba comenzb el 21 de septiembre con el ejercicio de un dibujo del Diadumeno. El segundo ejercicio fue, como era reglamentario, el modelado de una figura corpórea, y la prueba definitiva consistió en una composición sobre el tema Dedalo e ícaro, que ejecutado por los jóvenes artistas y juzgada por el Tribunal dio el triunfo por unanimidad a Rafael Pérez Contel, si bien se reconoció el mérito de los trabajos realizados por el aspirante José Maria Hervás Benet. La Corporación acordó la respectiva concesión de la pensión el 14 de diciembre y seguidamente tomó posesión de ella Rafael Pérez Contel, que según se venía haciendo últimamente, y de conformidad con el reglamento de 1911, se trasladó a Madrid para ampliar estudios.

La capital de España desde siempre había ejercido en el joven artista provinciano una atracción irresistible, sobre todo por sus museos y pinacotecas, que reunían obras maestras de los grandes maestros del arte universal. Con su flamante título recién oLtenido y sus veinticuatro años recién cumplidos, en enero de 1934, se trasladó a Madrid, hospedándose en una pensión de la calle San Mateo, situada en las inmediaciones del Museo Romántico, en pleno centro antiguo de la capital.

La amistad con el escultor Julián Lozano, discípulo del malogrado Julio Antonio, le permitió instalarse en el taller del gran artista catalán. «En mi juventud -recuerda Pérez Contel- ten~a ilusión por conocer y admirar la obra de Julio Antonio; de manera que cuando me pensionaron me marché a Madrid y me presenté a su madre, una señora encantadora, muy delicada y de gran sensibilidad, que me permitió trabajar en el estudio que había pertenecido a su hijo, en el que esculpía entonces Julián Lozano, un discípulo del malogrado escultor…». El estudio se encontraba situado en la Cuesta de las Descargas, y al ocuparlo Pérez Contel se encontró que, junto a esculturas y bocetos de su admirado Julio Antonio, figuraban enseres y objetos entrañables que le emocionaban, como unas cartas de Victorio Macho, tan llenas de faltas de ortografía como de ideas sugerentes.

Entre los amigos de Rafael Pérez Contel se encontraba el escultor Alberto Sánchez, profesor de Dibujo en el Instituto de El Escorial y fundador con Benjamín Palencia, de la primera Escuela de Vallecas. El joven artista valenciano habia conocido a Alberto en el café Atocha, en el transcurso de uno de los viajes que había hecho a la capital española. El escultor toledano se convirtió en su entrañable amigo y un perfecto guía que le introdujo en la vida artística e intelectual de Madrid. Pérez Contel frecuentó las tertulias de entonces, prestando especial atención a la que se celebraba en el café Pombo de la calle Carretas, presidida por Ramón Gómez de la Serna. «Como pardillo provinciano -recuerda Pérez Contel

procuraba sentarme en la mesa próxima a los tertulianos y de esta manera me enteraba de lo que allí se hablaba». También asistía a la tertulia que presidia Ramón del Valle Inclán en el café Granja del Henar, entusiasmándose por la poderosa verborrea del escritor gallego que todo lo arrollaba. Los temas artísticos eran objeto de acalorados debates en la tertulia de la Ballena Alegre, frecuentada principalmente por los pintores y escultores renovadores. Otra de las tertulias que atrajo su interés fue la que se celebraba en el sótano del café Capital formada por una serie de escritores y críticos de arte madrileños entre los que se encontraban Enrique Azcoaga y su amigo Julián Lozano. De la mano de Alberto, conocib personalmente en el café Atocha a un grupo de artistas pertenecientes a los «Ibéricos», a la sazón la vanguardia de la plástica española, entre los que se encontraban el pintor BenJamín Palencia, el escultor García Yepcs, el artista portugués Almada, la pintora Maruja Mallo y E. Climent.

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